«Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer…», escribía el poeta Rubén Dario. Y así llora para mí la vid. Sin querer, sin tristeza, sin esperarlo. Cuando empieza a oler a primavera. Cuando el frío del invierno abandona el terruño que la sostiene. Cuando su savia despierta del letargo y vuelve a recorrer sus sarmientos. Porque sí. Porque la vid llora. Porque así inicia un nuevo ciclo, dejando brotar las lágrimas desde lo más profundo de sus raíces.
Una imagen muy poética y simbólica que descubrí no hace tanto tiempo. Me impactó. ¿Llora la vid? ¿Por qué? Unas preguntas que me hice entonces sin tener mucha idea de las fases de su ciclo vegetativo, de qué ocurre en cada cepa a lo largo del año más allá de la brotación, el envero y la maduración de la uva. Ahora me resulta más fácil de entender este auténtico fenómeno de la naturaleza.
Tras la vendimia, entre diciembre y marzo, la cepa entra en reposo vegetativo. Los pámpanos (las ramas de donde brotan las hojas, las flores y los racimos) se van secando y se vuelven leñosos, convirtiéndose en sarmientos. Sin hojas ni racimos que «alimentar», la vid acumula sus reservas en las raíces en una especie de «letargo» con el que la planta hace frente al frío del invierno.
Volver a empezar
Así, cuando se acerca el final de invierno y la temperaturas medias diarias van subiendo, la vid comienza a despertar. El sol y la humedad de la tierra reactivan sus raíces. Su savia vuelve a recorrer el tronco y los brazos hasta asomar por los cortes de la poda. Son unas lágrimas curativas que ayudarán a cicatrizar esas «heridas» y proteger a la planta. Brotan lentamente. Una a una. Gota a gota. Una mezcla de agua, sales minerales y otras sustancias que también darán a la vid la energía suficiente para iniciar la brotación o desborre de sus yemas.
«El lloro en marzo es normal», me explica el enólogo y vitivultor Jorge Peique, quien ha captado en numerosas ocasiones la belleza de esas brillantes gotas brotando de la cepa. Pero tiene en mente algunos inviernos muy lluviosos y templados en los que incluso ha visto lloros en pleno invierno, en el mes de enero. «Lo que pasa es que después, cuando caen dos buenas heladas, los lloros se paran», añade.
Para él, perteneciente a una familia de viticultores bercianos, este momento «mágico» de la viña le trae recuerdos de la infancia. «Me traslada a cuando era pequeño y mi abuelo me llevaba a la viña los fines de semana y me explicaba el porqué lloraban las cepas mientras me enseñaba a podar», recuerda.
Lágrimas heladas, lágrimas de sangre
Pero no siempre la vid llora esas lágrimas transparentes. A veces, las lágrimas se hielan. Otras veces, las lágrimas parecen sangre. Peique precisa que esos «lloros congelados» ocurren cuando las temperaturas nocturnas se desploman y la helada acaba congelando la savia de la planta.
En cuanto a los «lloros sangrantes», estos están relacionados con un hongo presente en la vid. «Son hongos que conviven con las cepas, normalmente se producen cuando la temperatura es buena y en las heridas grandes de poda. Los hongos se alimentan de la savia y se vuelven anaranjados», cuenta el viticultor.
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